¿TENDRIAS MIEDO
DE ENCONTRARTE CON DIOS?
Tendrías miedo de encontrarte con Dios?”
“¡Sí, estaría terriblemente aterrado!”
“¿Por qué?”
El sepulturero escocés estaba parado bajo la lluvia entre miles de lápidas que rodeaban la antigua iglesia donde también se desempeñaba como director de la escuela dominical.
“Por esas historias aterrorizadoras de la Biblia”.
Les había hecho la misma pregunta a toda clase de personas en distintas localidades de las Islas Británicas. Recorrí veinte mil kilómetros del suelo británico, un centro histórico del cristianismo, como parte de un estudio que realizaba para descubrir por qué tan pocas personas en esas hermosas islas asistían a la iglesia o profesaban
una creencia en Dios.
Le hice la misma pregunta a una devota cristiana que había dedicado su larga vida a la enseñanza de la Biblia a los niños: “¿Tendrías miedo de encontrarte con Dios?”
“De ninguna manera”.
“¿Por qué no?”
“Por todas las maravillosas historias acerca del amor de Dios”.
“Pero, ¿qué diremos de todas las historias aterradoras de la Biblia?”
“No nos concentramos en los aspectos más espeluznantes de la Biblia. Preferimos destacar aquellos que realzan el amor”.
“Pero, ¿qué me dices del lago de fuego en el libro de Apocalipsis?”
“Es que con los niños no estudiamos ese último libro de la Biblia”.
“¿Y la historia del diluvio en Génesis, donde Dios ahogó a todos menos ocho?”
“¡Oh!, los niños no tienen dificultad alguna con ella. Poseen un agudo sentido de justicia, y especialmente les agrada ver cómo Dios salvó a los ocho en el arca”. Es obvio que el sepulturero y la maestra de Biblia no pertenecen al grupo de las Islas Británicas que ha abandonado el cristianismo, según lo entienden ellos. Pero para muchos otros, los “aspectos más espeluznantes de las Escrituras”, como los califica la maestra, los han alejado de Dios y de la iglesia.
Escuché frecuentes referencias a los horrores del infierno y de la imposibilidad de confiar en un Dios que demanda la obediencia bajo la amenaza de un tormento eterno. Una actriz shakesperiana se quejó acaloradamente de que “los dioses de otras religiones son menos crueles que el Dios del Antiguo Testamento”. Con terror se acordaba del Dios que había conocido de niña, y ningún otro dios digno de confianza había aún tomado su lugar.
Sin embargo, los británicos son amigables como siempre. El hogar y la familia siguen siendo el centro de la sociedad. El afecto y la amistad que las familias pueden haber encontrado antes en la iglesia, muchos ahora los buscan en otro lugar. Un sitio favorito es la cantina del barrio.
“¿Por qué las iglesias están tan vacías y las cantinas tan llenas?”
“Mejor servicio, supongo”, fue la respuesta inmediata de un heladero londinense jubilado, que garbosamente se inclinaba sobre su bastón frente a una iglesia de piedras cerrada con tablas que él pronto esperaba comprar para convertirla en su casa.
“¿Tendrías miedo de encontrarte con Dios?”
“¿Por qué tendría miedo? No le tengo miedo a nadie. Además siempre he sido una persona más o menos decente, nunca le he dado puntapiés al vecino caído”.
“¿Asististe a esta iglesia antes de que se cerrara?”
“Por años no he asistido a ninguna iglesia. Cuando era pequeño, claro, asistía a la escuela dominical. Pero me obligaban a asistir”.
“¿Quién te obligaba?”
“¡Mi madre!”
Como el vendedor de helados jubilado, muchos otros hablaron de sus mamás y abuelitas como las que les mandaban a la escuela dominical. Pero al crecer, las preguntas sin respuestas los llevaron a la desilusión —esta era una palabra muy frecuente—, desilusión con la Biblia, con la iglesia y con Dios. En una tierra que tanto ha hecho para la distribución mundial de las Sagradas Escrituras, el dueño de una librería me dijo: “Considero que me va bien si vendo dos Biblias por año”.
Muchos quisieran creer todavía
Mientras muchos individuos y familias describían su incredulidad, yo presentía que había en ellos una añoranza de Alguien en quien confiar, un Dios cuyas acciones tuvieran sentido lógico para ellos.
“¿A veces deseas poder creer todavía?”
“Sí, por cierto”, fue la respuesta inmediata de un elocuente comentarista irlandés, quien cuando era muchacho asistía cada domingo a tres iglesias y todavía podía repetir de memoria pasajes de las Escrituras. “Pero simplemente no hay evidencia”.
Sobre un pequeño puente arqueado del canal en el pueblo de Shakespeare, Stratford-upon-Avon, hablé con un musculoso motociclista que aseveraba que nunca había creído en Dios.
“¿Has leído alguna vez la Biblia?”
“No”.
“¿Has asistido alguna vez a la iglesia?”
“No”.
“Cuando lleguemos al fin de la vida, sabremos si hay Alguien al otro lado”.
“Naturalmente”.
“Si realmente resulta que hay un Dios, ¿crees que vas a tenerle miedo?”
“No. Si hay un Dios, estoy seguro que será un buen camarada”. No dijo esto con ligereza, pues agregó que hasta que sepamos bien quién es Dios, por lo menos debemos tratarnos con amabilidad. Continuó diciendo: “No hay un infierno real, el infierno es la gente. Gente que no se porta con decencia”.
Este motociclista, de aspecto rudo pero muy gentil, parecía estar dispuesto a aceptar la buena nueva de que realmente hay un Dios como él lo describía. Sin embargo, era muy claro que no podría aceptar a un Dios como muchos lo presentan.
Con o sin instrucción religiosa previa, tantas personas que no profesaban creer en Dios, hablaban vagamente de un poder distante y bondadoso. “Una presencia etérea benevolente”, fue la descripción dada por una madre joven, quien con un movimiento
gracioso de la mano, recordaba los años de su niñez cuando asistía a la escuela dominical.
Me encontré con una familia de cuatro miembros mientras caminaban cerca de la playa en el noroeste de Inglaterra. La madre habló con tristeza de su lento abandono de la adoración cristiana y de su fe. “Dios y la iglesia se han alejado demasiado”, explicó. “No tienen más sentido”. A pesar de los años de asistencia a la iglesia y a la escuela dominical, ninguno de la familia podía recordar siquiera una historia de la Biblia.
“Para que hubiera un dios a quien pudieras adorar nuevamente, ¿cómo debería ser?”
“Tendría que ser alguien en quien pudiera confiar, uno que nunca me fallara”, dijo serenamente Lorraine, una niña de once años.
¿Hay alguien en quien podemos confiar?
Citar lo que dicen las Escrituras no resolvería esta duda. La descripción de Dios que ellos encontraron en la Biblia es lo que los llevó a dudar de las aseveraciones bíblicas. Y repetir las historias de amor no alcanzaría a contrapesar los “aspectos más espeluznantes de las Escrituras”. ¿Qué pasajes son los que realmente dicen la verdad? Para muchas personas reflexivas, la Biblia ha perdido su autoridad porque no siempre parece razonable o que tenga sentido común.
La esposa de un comerciante de éxito buscaba las palabras adecuadas para describir su idea de Dios. “Incongruente, contradictorio, arbitrario”, comenzó, pero finalmente dijo, “cruel”. Continuó diciendo: “¿Por qué no podemos mantener los valores del cristianismo, como amar al prójimo como a uno mismo, sin incluir al Dios del cristiano?” Como tantos otros, ella había sido criada en la escuela dominical, pero ahora —con cierta renuencia— se declaraba “atea”.
No hace mucho, la reina Isabel manifestó públicamente que el pueblo británico valora como lo más precioso su libertad y su individualidad. Por siglos ha defendido —a veces con peligro de su vida— su libertad de adorar en la iglesia de su elección. Ahora hay muchos que ejercen esa misma libertad no asistiendo a la iglesia.
Se considera a Dios, a la Biblia y a la iglesia no tanto una amenaza a esta libertad atesorada, sino más bien simplemente como cosas sin importancia, que pertenecen a una época pasada de siervos y de aristócratas, cuando la libertad era el privilegio de unos pocos, y los poderosos se aprovechaban de las supersticiones de los pobres.
Hay recordativos, en toda Gran Bretaña, de la época en que el cristianismo desplegaba una autoridad mucho mayor. Pero muchas veces son monumentos no sólo del valor y de la fe, sino también de la historia larga y oscura de los intentos de la religión —incluyendo el cristianismo— de suprimir la libertad y la individualidad, a menudo mediante métodos bárbaros.
En Chester, cerca de la frontera norte de Inglaterra con Gales, hay un sencillo monumento de piedra a la vera del camino que nos hace recordar que más de una rama del cristianismo ha practicado esta cruel represión. La inscripción registra que George Marsh, un clérigo protestante, fue “muerto en la hoguera cerca de este lugar por causa de la verdad” en 1555, durante el reinado de María la Sanguinaria. Es a la vez un monumento a John Pleasington, un sacerdote católico romano, “martirizado aquí” por los protestantes en 1679, y “canonizado en 1970”. Ambos herejes fueron muertos en el nombre del mismo Dios cristiano, y las multitudes que se divertían al congregarse para presenciar tales procedimientos difícilmente pueden ser culpadas por considerar a Dios con marcado temor y confusión.
Aun en tiempos recientes, de mayor luz, muchos no consideran a Dios, la Biblia y la iglesia como conceptos que enaltecen la dignidad de la libertad y la individualidad. Al no poder hallar un sentido lógico en el cristianismo, muchos aparentemente han hallado más fácil colocar a Dios y la religión entre la herencia cultural de alto colorido de Gran Bretaña, junto con Stonehenge y la Torre de Londres, para ser conservados y por cierto atesorados, pero que no forman parte de la vida moderna.
¿Es este el fin de la Edad Cristiana?
Otro motociclista en Stratford nos dijo: “Cuando era un muchacho en la escuela dominical, creía en un Dios amigable. Pero ahora parece que ya no me hace falta”. Hay tantos que comparten este punto de vista que en los últimos años se escucha a muchos hablar del fin de la Edad Cristiana para Gran Bretaña y para gran parte de Europa.
“No es necesario que vayamos a la iglesia para ser personas decentes”. Así comentaba Barry, un amable carnicero, mientras se apoyaba en su camioneta roja. Cuando le pedí el nombre de la iglesia grande situada al otro lado de la calle, se rió y meneó la cabeza. “Le está preguntando a la persona equivocada. Yo no creo en Dios y nunca asisto a la iglesia”, respondió. Con todo, Barry mostraba las características de una persona verdaderamente decente.
Cuando el cristianismo era más dominante, se podía esperar que las personas de opiniones diversas tuvieran más respeto mutuo y fueran más consideradas las unas con las otras. Pero como dijo un bibliotecario de Oxford, un devoto cristiano: “Una cosa buena se puede decir acerca de la decadencia de la religión en Gran Bretaña, y es que las personas ahora son más tolerantes las unas con las otras”.
Debe ser un gran chasco para Dios escuchar que tanta gente respetable en Gran Bretaña y en otras partes de mundo lo identifican con una época de menos libertad y menos civilizada. ¡Cómo deseará que ellos pudieran oír la increíble oferta de su Hijo hace casi dos mil años: “No os llamo siervos. Prefiero llamaros mis amigos!”
¿Acaso podría haber un gobierno más civilizado, una sociedad más libre, que el que presidiera el Dios de Juan 15:15?