¿SE PUEDE CONFIAR EN LA BIBLIA?

            Algunas veces se responde a esta pregunta con las conocidas palabras de 2 Timoteo 3:16 (RV 1960): «Toda la Escritura es inspirada por Dios». Pero, ¿por qué habríamos de aceptar tan arrolladora declaración?

            Tengo amigos en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que usan una edición especial de la Biblia King James en inglés. En la portada se describe esta versión como una revisión inspirada realizada por el profeta Joseph Smith. El prefacio dice que las correcciones, muchas de las cuales claramente apoyan las creencias mormonas, se hicieron «mediante revelación directa de Dios».

            Con el debido respeto por las creencias de mis amigos, ¿cómo puedo saber si esa afirmación es verídica? Algunos de mis amigos mormones contestan: «Si usted tiene fe, Dios le revelará que nuestro profeta escribe la verdad».

            El Libro de Mormón termina con una afirmación similar de su autoridad divina: «Y cuando recibáis estas cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis  a Dios el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón  sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Espíritu Santo; y por el poder del Espíritu Santo podréis conocer la verdad de todas las cosas. Y Dios os mostrará que lo que he escrito es verdadero» (Moroni 10:4,5,29).

            Tengo amigos que se regocijan de su fe en Cristo y que oran fervientemente para que el Espíritu Santo los guíe a la verdad y que, sin embargo, no pueden aceptar las pretensiones del Libro de Mormón,  ni las de la «revisión inspirada» de la versión King James de la Biblia. ¿Rechazan por esto, mis amigos, la verdad?

            Tal vez la más extraordinaria de la Biblias que tengo en mi biblioteca es una copia del Nuevo Testamento «Revisado y Corregido por los Espíritus» [New Testament, “As Revised and Corrected by the Spirits”], publicado en Nueva York en 1861. Este libro se describe como una revisión del Nuevo Testamento hecha por Jesús y algunos de sus apóstoles, quienes volvieron a la tierra «personalmente en el espíritu» para hacer algunas correcciones necesarias.

            El prefacio explica que «muchos errores se han filtrado» en las Escrituras por manos de «hombres astutos». Esta versión «corregida» de la Biblia enseña que «las resurrecciones [sic] se refieren solamente a las resurrecciones de los espíritus»; que «el cielo es un estado de felicidad, sin referencia a un lugar específico»; que «el Espíritu Santo de Dios es el espíritu de algún santo individuo que una vez vivió en la carne».

            El prefacio termina con esta decisiva invitación: “«Querido lector, confíe en Dios, quien hizo todas las cosas según el consejo de su propia voluntad. Los Santos Espíritus tienen gran interés en esta obra, y los espíritus que la corrigieron desean que el mundo reciba esta corrección como venida de ellos, dirigida por Dios mismo, que es la verdad». El nombre del autor del prefacio aparece como —«Jesús, el Cristo».

            No hay sombra de duda en esa afirmación. ¿Debemos entonces creerla?

            El peligro de aceptar con presteza ciertas afirmaciones se manifiesta elocuentemente en el catálogo de 1902 de la compañía Sears, Roebuck. La sección de medicamentos ofrece alivio inmediato para males que aún la medicina moderna sigue luchando por resolver. Y todos están respaldados con la garantía total de la compañía Sears.

            Allí aparece «Sure Cure» (Cura Segura) para el hábito del tabaco, del licor, del opio, de la morfina y la obesidad.  Aparece también «Mexican Headache Cure» (Cura Mexicana para el Dolor de Cabeza), «positivamente garantizada»  para aliviar intensos dolores de cabeza en cuestión de quince minutos. Se ofrece también «Dr. Rose’s French Arsenic Complexion Wafers» (Hostias de Arsénico para el Cutis de la Dra. Rosa), «perfectamente inocuas» y garantizadas para darle belleza a cualquiera «sin importar cuál es su deformidad».

            Entonces encontramos las «Dr. Hammond’s Nerve and Brain Pills» (Pastillas del Dr. Hammond para los Nervios y el Cerebro), «positivamente garantizadas» para curar un sinfín de males, hasta la mala memoria. «No importa la causa, ni cuán severo el problema, las Pastillas del Dr. Hammond para los Nervios y el Cerebro le curarán».  Al cliente vacilante se le asegura que todos los medicamentos de Sears han sido preparados en base a recetas provistas por «las autoridades médicas más confiables del mundo», y se le advierte que «se cuide de los médicos charlatanes que asustan a la gente con sus anuncios para lograr que paguen por remedios que no tienen mérito alguno».

            Hoy en día la compañía Sears, Roebuck sería la primera en advertir a sus clientes de que ¡no crean semejantes aseveraciones!

            En derredor nuestro, en el campo de la religión, en el mundo mercantil, en la pantalla de la televisión, somos constantemente confrontados con competitivas afirmaciones. Es obvio que no todas pueden ser verídicas. Nos conviene seguir el consejo de Pablo: «Sometedlo todo a prueba, aferraos a lo bueno» (1Tesalonicenses 5:21 BAD).

            De todos los libros alguna vez escritos, la Biblia es el que más minuciosamente ha sido examinado. Ha sido examinada por creyentes y por escépticos, de pasta a pasta, cada capítulo, cada versículo, hasta cada palabra. Miles de tomos se han escrito acerca de este Libro.

            Es sobrecogedor estar de pie ante la sección bíblica de la biblioteca de una gran universidad, la Biblioteca del Congreso, o la del Museo Británico, y darse cuenta de que una vida entera no bastaría para leer todo lo que se ha escrito a través de los siglos sobre cada aspecto de las Escrituras. Tan solo el estudio de los miles de manuscritos bíblicos y de otras fuentes antiguas del texto absorbe la atención continua de generaciones de eruditos de todas partes del mundo cooperando entre sí.

            Todo ese análisis de la Biblia no ha llevado a todos los investigadores a las mismas conclusiones. Pero la investigación, incluso la de los críticos más escépticos, con frecuencia solo ha servido para aumentar la información que ya se tiene sobre este Libro. Y todo esto está a la disposición de aquel que todavía hoy pregunta, «¿Se puede confiar en la Biblia?»

            Consideremos de nuevo 2 Timoteo 3:16: «Toda la Escritura es inspirada por Dios». ¿Cuánto se puede incluir en este «todo»?

            Cuando veo la Biblia en mi Reina-Valera, la Dios Habla Hoy, la Nueva Versión Internacional o en la mayoría de versiones protestantes, encuentro un total de sesenta y seis libros. Pero cuando veo mi versión Nacar-Colunga, La Biblia de Jerusalén, La Biblia Latinoamericana u otras versiones católicas, encuentro los mismos sesenta y seis, más un número adicional de libros comúnmente conocidos como apócrifos.

            Algunos de estos escritos apócrifos, como las adiciones al libro de Esther y al de Daniel, se entretejen como parte integral de los sesenta y seis libros. En las versiones usadas por protestantes y judíos, hay doce capítulos en el Libro de Daniel y treinta versículos en el capítulo 3. Pero en las Biblias católicas, Daniel tiene catorce capítulos y cien versículos en el capítulo 3. Cuando un católico romano devoto acaba de leer en su devocional matutino Daniel 14, puede ir en su Biblia al texto de 2 Timoteo 3:16 y sentirse seguro de que todo en su versión de las Escrituras es inspirado por Dios. ¿O es esta la intención de este famoso versículo?

            Jesús siempre parecía manifestar confianza en la Biblia que empleaba. En su Sermón del Monte, Jesús dijo: «No penséis que he venido a anular la ley o los profetas; no he venido a anularlos sino a darles cumplimiento» (Mateo 5:17 BAD). Después de la Resurrección, les recordó a sus discípulos  «que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos» (Lucas 24:44). En estas dos declaraciones Jesús confirmó los libros del Antiguo Testamento, según acostumbraban ordenarlos en aquellos días.

            A través de los años, según iban apareciendo los escritos del Antiguo Testamento, fueron gradualmente organizados en tres grupos o divisiones. Los primeros cinco libros de la Biblia componían la división llamada la Ley o la Ley de Moisés.

            Josué, Jueces, Samuel, Reyes, Isaías, Jeremías, Ezequiel y los doce profetas menores (Oseas a Malaquías) constituían la división llamada los Profetas. A veces, como en Mateo 5:17, a todo el Antiguo Testamento se le designaba con el nombre de estas dos primeras divisiones, la Ley y los Profetas.

            Los libros restantes del Antiguo Testamento formaron la tercera división, conocida como los Escritos. A este grupo Jesús lo mencionó como «los salmos», siendo Salmos el primero en este grupo.

            Los treinta y nueve libros en estas tres divisiones componían el canon del Antiguo Testamento. La palabra «canon» significa «modelo» o «regla». Un libro canónico, por lo tanto, es uno que alcanza la medida de un patrón específico.

            En los años primeros años de la iglesia cristiana, otros veintisiete documentos más fueron considerados a la altura del patrón y con el tiempo incorporados en el canon del Nuevo Testamento.

            Pero los sesenta y seis libros canónicos no eran los únicos libros religiosos que circulaban y que tenían la apariencia de ser bíblicos. De hecho, había más libros  estimados como no canónicos que los aceptados como autorizados. Muchos de estos libros fueron escritos durante el período intertestamentario y tenían un parecido considerable con aquellos que ya formaban parte del canon. Llevaban títulos tales como Tobías, Bel y el Dragón, Susana, La Carta de Jeremías, Judith, los Libros de Adán y Eva, el Martirio de Isaías, Primera y Segunda Enoc.

            Cerca de una docena de estos escritos llegaron  a ser considerados, por los judíos que vivían fuera de Palestina, con suficiente importancia como para ameritar ser incluidos con los otros libros del Antiguo Testamento. Con el tiempo estos llegaron a formar parte integral de la traducción griega del Antiguo Testamento, preparada durante los siglos tercero y segundo antes de Cristo, para los judíos greco parlantes en Egipto. Esta versión del Antiguo Testamento, conocida como la Septuaginta, llegó a ser ampliamente usada por la iglesia cristiana primitiva.

            A algunos eruditos católicos, que aceptan estos libros adicionales como parte del Antiguo Testamento, les gusta señalar que Timoteo era griego (Hechos 16:1). Lógicamente entonces, él usaba la Septuaginta, y la Septuaginta contenía estos libros adicionales. Por lo tanto, cuando Pablo escribió, «Toda la Escritura es inspirada por Dios», ¡incluía los libros adicionales del Antiguo Testamento como igualmente canónicos!

            En tal caso, vale observar que el griego de 2 Timoteo 3:16 puede traducirse, como lo traduce la Reina Valera 1569 y otras versiones, «Toda Escritura inspirada divinamente es útil». Esto sugiere, más bien, que el apóstol le recordaba a Timoteo que, aunque había muchas escrituras en circulación, solo la escritura inspirada por Dios era provechosa.

            Los judíos ortodoxos —en especial aquellos que estaban involucrados en la preservación del Antiguo Testamento hebreo— nunca aceptaron los libros adicionales como canónicos. Los consideraban, más bien, como «apócrifos» u «ocultos», un término despectivo que implicaba que merecían ser sacados de circulación por su condición de espurios o heréticos.

            El erudito católico Jerónimo, mientras  aprendía el hebreo en preparación para su revisión de la Biblia en Latín, cerca del año 400 a.C., estuvo de acuerdo en que estos libros adicionales del Antiguo Testamento no alcanzaban la norma para ser incluidos en el canon, e instaba a que todo esos libros que no se incluían en el canon hebreo fueran tenidos como apócrifos.

            A lo largo de los siglos muchos otros teólogos católicos y líderes de la iglesia han asumido la misma postura que tomó Jerónimo. Aún el mismo Cardenal Cayetano, contrincante de Lutero en Augsburgo en 1518, declaró que concordaba con el canon hebreo e instaba a que los libros reconocidos por Jerónimo como apócrifos no se usaran para afirmar puntos de doctrina cristiana.

            A pesar de ello, los apócrifos todavía aparecen en el mismo lugar de la Biblia en Latín que el que ocupaban en la Septuaginta griega. Lo mismo se puede decir de las traducciones al español tomadas del latín en vez del original hebreo y arameo. La Biblia en inglés de 1382 por el protestante Juan Wycliffe es otro ejemplo.

            Lutero, en su Biblia Alemana de 1534, agrupo los libros apócrifos en una sección entre los dos Testamentos y les puso la siguiente identificación: «APÓCRIFOS —es decir, libros que no se tienen por iguales a las Santas Escrituras y  sin embargo, provechosos y buenos para leer».

            En respuesta a la crítica protestante, el Concilio Católico de Trento, el 8 de abril de 1546, pronunció que con excepción de tres, los libros apócrifos debían aceptarse como sagrados y totalmente canónicos.

            Todas las Biblias protestantes en inglés del siglo dieciséis contenían los apócrifos en donde Lutero los puso. Sobre mi escritorio tengo un magnífico facsímil de la versión King James original, una réplica exacta de veintidós libras de peso de la primera edición de 1611. Allí, en medio de los Testamentos, están los libros apócrifos. Por cierto, estos polémicos libros se incluían regularmente en las biblias protestantes en inglés hasta que en 1827 la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera decidió que los reglamentos de la sociedad prohibían la circulación de libros no-canónicos. La Sociedad Bíblica de los Estados Unidos de Norteamérica llegó a la misma conclusión.

            ¿Cómo puede uno decidir por sí mismo qué libros son dignos de confianza? ¿Y qué decir de los otros libros considerados como no-canónicos por judíos, protestantes y católicos?  ¿Qué criterio hemos de emplear para reconocer los libros que están a la altura de lo que se espera de un libro canónico?

            La historia del origen de los libros adicionales nos provee algunas pistas. Las opiniones de siglos de creyentes no deben pasarse por alto. Pero en el último análisis, nada nos convencerá más que la lectura de los libros mismos.

            La decisión más fácil puede tomarse con los libros apócrifos que fueron escritos en semejanza de los libros del Nuevo Testamento. Estos incluyen los evangelios, hechos, epístolas y apocalipsis apócrifos.

            En el así denominado Evangelio de Tomás, escrito durante el segundo siglo a.C., se relata la historia del niño Jesús que jugaba, formando golondrinas de barro, junto a un arroyo, un día Sábado. Cuando su padre objetó lo que hacía en sábado, Jesús gritó, «¡Váyanse!» «Y las golondrinas alzaron vuelo y se fueron cantando».

            En otra ocasión, según este libro apócrifo, un niño se tropezó con Jesús, golpeándolo en el hombro. Jesús maldijo al niño y este murió. «Los padres del niño muerto vinieron a José, culpándole de lo sucedido y diciendo: «Puesto que usted tiene semejante niño, usted no puede habitar con nosotros en nuestra aldea; mejor ocúpese de enseñarle a su hijo a bendecir, y no a maldecir, pues está matando a nuestros hijos’»

            Los Hechos de Pedro relatan como Simón el Mago asombraba a las multitudes ¡al volar sobre la ciudad de Roma! Pero Pedro oró para que se cayera y se rompiera la pierna en tres partes. ¡Y así pasó!

El libro de Hechos de Juan nos cuenta la extraordinaria experiencia de Juan y las chinches obedientes.  Tomemos la traducción de la edición 1965 del Nuevo Testamento Apócrifo por Edgar Hennecke, Wilhelm Schneemelcher, y R. McL. Wilson:

            «Y en el primer día arribamos a una posada solitaria, y mientras intentábamos encontrar una cama para Juan, vimos una cosa muy curiosa. Había allí una cama sin arreglarse, por lo que extendimos las capas que llevábamos puestas sobre ella, y le rogamos que se acostara sobre ellas y que tomara un descanso mientras los demás dormíamos en el suelo. Pero cuando se acostó, las chinches empezaron a molestarlo; y como aumentaba cada vez más esta molestia, y ya era la medianoche, les dijo, mientras todos escuchábamos, ‘Les digo bichos, que se porten bien, uno y todos; todos tienen que dejar su casa esta noche y estar quietos en un lugar y mantener su distancia de los siervos de Dios.’ Y mientras nos reíamos y seguíamos conversando, Juan se durmió, pero nosotros hablábamos en voz baja y, gracias a él, ya no nos molestaron.

«Ahora bien, al amanecer el día, yo me levanté primero y Vero y Andrónico conmigo, y vimos por la puerta de la habitación en la que habíamos estado un montón de chinches reunidas; y nos maravillamos al ver el gran número de ellas y todos los hermanos se habían despertado a causa de ellas, pero Juan seguía durmiendo. Y cuando despertó le explicamos lo que vimos. Y se sentó en la cama y mirándolas les dijo, ‘Puesto que se han portado bien,  y escucharon mi corrección, vuelvan a su lugar’. Y cuando hubo dicho estas palabras y se levantó de la cama, los bichos vinieron corriendo desde la puerta hasta la cama, subiéndose por las patas y desapareciendo entre las juntas. Entonces Juan dijo de nuevo, ‘Esta criatura escuchó la voz de un hombre y se mantuvo apartada, quieta y obediente; pero nosotros que oímos la voz de Dios desobedecemos sus mandamientos y somos irresponsables; ¿cuánto tiempo tardarán las cosas así?’»

Unos pocos de los primeros grupos cristianos aceptaron algunos de los libros apócrifos del Nuevo Testamento como autorizados. Pero ha sido la opinión casi unánime de la entera iglesia cristiana que los libros adicionales del Nuevo Testamento simplemente no pueden compararse con la dignidad ni el buen sentido de los que han sido declarados canónicos.

Los libros apócrifos del Antiguo Testamento que han sido rechazados igualmente por católicos, protestantes y judíos se conocen como seudoepigráficos, que quiere decir «falsamente atribuidos».  Muchos de estos libros contienen material claramente inferior e indigno de lugar entre los escritos de los grandes profetas hebreos.

Cuando uno llega a los libros apócrifos admitidos en el canon católico, la decisión requiere una consideración más cuidadosa. Parte de este material, por ejemplo, las historias de Bel y el Dragón, no tienen más seriedad que las anécdotas de los apócrifos del Nuevo Testamento. Pero el Libro Primera Macabeos contiene información histórica valiosa. Los libros de Eclesiástico y La Sabiduría de Salomón incluyen muchos dichos sabios y piadosos.

Lutero objetó los apócrifos, basándose en el hecho de que enseñaban ideas contrarias a las de los libros del canon hebreo. Entre ellas encontramos la doctrina del purgatorio y la eficacia de las oraciones por los difuntos (2 Macabeos 12:43-45). También señaló el considerable énfasis puesto en la ganancia de méritos a través de las buenas obras (Tobías 12:9; Eclesiástico 3:3; 2 Esdras 8:33; y otros).

Para mi propia satisfacción, he leído más de una vez y de corrido, toda la colección de escritos bíblicos y apócrifos disponibles. Toma solamente un largo fin de semana y en verdad vale la pena. Cuando llego al último libro del Nuevo Testamento apócrifo, todavía conservo fresco en la memoria lo que leí en Génesis y Malaquías, I Esdras y 2 Macabeos, el Libro de los Jubileos y la Historia de Ahikar, Mateo y Apocalipsis, el Evangelio de los Hebreos y los Apocalipsis de Pedro y Pablo.

Dentro del contexto total, los sesenta y seis libros del Antiguo y Nuevo Testamentos siempre mantienen un lugar especial.

No es que los libros apócrifos y los seudoepígrafos carezcan de valor. Hasta el más inferior de los libros nos cuenta algo de las creencias y prácticas de ese tiempo.  Pero entre los sesenta y seis libros existe la coherencia y continuidad que uno espera encontrar en los documentos que tienen como propósito decir la verdad acerca de Dios.

Esta es la máxima norma de canonicidad. Y a través de los siglos los libros que han cumplido con este requisito han sido reconocidos por haber dado la talla para ingresar en el canon.

En cuanto al Nuevo Testamento, tanto católicos como protestantes coinciden mayoritariamente en que los libros canónicos son los veintisiete tradicionales. En lo que respecta al Antiguo Testamento, pareciera haber buenas razones para seguir al católico Jerónimo, al protestante Lutero y a las sociedades interdenominacionales de la Biblia, de reconocer los treinta y nueve libros del canon hebreo como los más dignos de nuestra confianza.

Estos sesenta y seis libros, algunos de los cuales no eran escritos todavía cuando Pablo y Timoteo trabajaban juntos, todos dan prueba de pertenecer  a aquellas Escrituras descritas como «dadas por inspiración de Dios», «útil para enseñarnos la verdad», y que nos dirigen a «la fe en Cristo Jesús» (2 Timoteo 3:15,16 NT BAD).

Pero existen otras preguntas que uno haría bien en plantearse acerca de la confianza que podemos tener en estos antiguos libros.

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