BUENAS NOTICIAS ACERCA DEL JUICIO

Precisamente cuando el creyente se regocija por su libertad de adorar a Dios sin temor, pude que su mirada caiga en este pasaje de la epístola  a los Hebreos: «Porque si seguimos pecando intencionalmente después de haber conocido la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados; solamente nos queda la terrible amenaza del juicio y del fuego ardiente que destruirá a los enemigos de Dios» (Hebreos 10:26, 27 DHH 1996).

Mientras el creyente reflexiona en la ominosa implicación de estas palabras, puede hacer una pausa y recordar las palabras de aliento encontradas en la epístola de Juan, de que el hombre que ha aceptado la verdad puede ver con anticipación y sin temor hacia el día del juicio (1 Juan 4:16-19). Con esta seguridad, se siente listo para continuar leyendo el pasaje en Hebreos.

«Cuando alguien desobedece la ley de Moisés, si hay dos o tres testigos que declaren contra él, se le condena a muerte sin compasión. Pues ¿no creen ustedes que los que pisotean al Hijo de Dios y desprecian su sangre, los que insultan al Espíritu del Dios que los ama, merecen un castigo mucho mayor? Esa sangre es la que confirma la alianza, y con ella han sido ellos consagrados. Sabemos que el Señor ha dicho: ‘A mí me corresponde hacer justicia; yo pagaré’, y ha dicho también: ‘El Señor juzgará a su pueblo’. ¡Terrible cosa es caer en las manos del Dios viviente!» (Hebreos 10: 28-31 DHH 1996).

Parece muy claro, por estos versículos, que los terrores del juicio se reservan para el pecador —especialmente para el que escoge persistir en sus pecados después de haber conocido la verdad. Pero todos hemos pecado y continuamos sin alcanzar el ideal de Dios (ver Romanos 3:23). ¿Habrá entonces alguna buena noticia con respecto al juicio?

En primer lugar, será de ayuda el ver la descripción que la Biblia da del pecado. El mismo apóstol que habla de acercarnos al juicio sin temor define pecado como la «transgresión de la ley» (1 Juan 3:4 RV 2000). Una traducción más exacta del griego que usa Juan sería, en una sola palabra, rebeldía. Tal como aparece en La Biblia Latinoamericana 1995, «El que peca demuestra ser un rebelde; todo pecado es rebeldía».

El pecado no es tanto el fracaso de vivir a la altura de este o aquel deber específico. Se trata más bien de un espíritu de rebeldía, una actitud rebelde, una falta de disposición a escuchar a Dios o de prestar atención a sus instrucciones.

Pero, ¿no es cierto que en el día del juicio se examinará nuestro comportamiento y que este será comparado ante la ley de Dios? Después de meditar en tantos años desperdiciados de su vida, Salomón llegó a esta conclusión: «Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre. Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala» (Eclesiastés 12:13,14).

A Juan se le mostró la escena del juicio. «Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos» (Apocalipsis 20:11,12).

Pablo les recordaba a los creyentes que «todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios… Así pues, cada uno de vosotros dará cuenta de sí mismo a Dios» (Romanos 14:10-12 BJ 1976). Y en la epístola a los Hebreos se nos aconseja que no olvidemos que «Ninguna cosa creada escapa a la vista de Dios. Todo está al descubierto,  expuesto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas» (Hebreos 4:13 NVI 1984).

¿Cuánto espera Dios de nosotros? ¿Quién al ser juzgado recibirá el dictamen de inofensivo para ser admitido en su reino? Santiago responde: «Así hablad, y así haced, como los que habéis de ser juzgados por la ley de la libertad» (Santiago 2:12). La Biblia al Día lo pone de esta manera: «Hablad y portaos como quienes han de ser juzgados por la ley que nos da libertad».

Esta ley libertadora se identifica claramente en la Epístola de Santiago: «Ustedes hacen bien si de veras cumplen la ley suprema, tal como dice la Escritura: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo. Pero si hacen discriminaciones entre una persona y otra, cometen pecado y son culpables ante la ley de Dios. Porque si una persona obedece toda la ley, pero falla en un solo mandato, resulta culpable frente a todos los mandatos de la ley. Pues el mismo Dios que dijo: ‘No cometas adulterio’, dijo también: ‘No mates’. Así que, si uno no comete adulterio, pero mata, ya ha violado la ley» (versículos 8-11 DHH 1996).

La ley real de la libertad es claramente la misma ley dada a Israel entre truenos y relámpagos en el Monte Sinaí. A veces se sugiere que la ley del amor se encuentra por primera vez en el Nuevo Testamento. Pero Moisés le enseñó al pueblo, «Amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas» y «No aborrecerás a tu hermano en tu corazón… sino amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Deuteronomio 6:5; Levítico 19:17,18). Moisés incluso fue más allá, al añadir: «Cuando algún extranjero se establezca en el país de ustedes,  no lo traten mal. Al contrario, trátenlo como si fuera uno de ustedes.  Ámenlo como a ustedes mismos» (versículos 33,34 NVI 1984).

Cuando uno de los intérpretes de la ley le preguntó a Jesús, «¿cuál es el gran mandamiento en la ley?» el Señor sencillamente citó las enseñanzas de Moisés (Mateo 22:34-40). Pablo entendió el Decálogo de la misma manera. Después de enumerar varios de los Diez Mandamientos, él resumió diciendo que «el que ama al prójimo, ha cumplido la ley… El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor» (Romanos 13: 8,10).

Entonces, para ayudarnos a entender el significado del amor verdadero, Pablo escribió 1 Corintios 13. «El que ama tiene paciencia en todo, y siempre es amable.

El que ama no es envidioso, ni se cree más que nadie. No es orgulloso. No es grosero ni egoísta. No se enoja por cualquier cosa. No se pasa la vida recordando lo malo que otros le han hecho. No aplaude a los malvados, sino a los que hablan con la verdad. El que ama es capaz de aguantarlo todo, de creerlo todo, de esperarlo todo, de soportarlo todo» (versículos 4-7 TLA-D).

¡De qué manera se han esforzado los traductores del Nuevo Testamento en buscar la mejor forma de expresar el significado de las palabras que Pablo escribió en griego en este famoso pasaje! Phillips en su versión al inglés lo expresó así: «El amor del que hablo es lento en perder la paciencia, busca la manera de ser constructivo. No es posesivo: ni está ansioso por impresionar, ni acaricia pomposas ideas de su propia importancia».

«El amor tiene buenos modales  y no busca ventajas egoístas. No es enojadizo. No mantiene una cuenta de lo malo, ni se regocija maliciosamente de la maldad de otros. Por el contrario, comparte el gozo de aquellos que viven por la verdad».

«El amor soporta sin límites, su confianza nunca termina, no se merma su esperanza; puede sobrevivirlo todo. El amor nunca falla».

¡Imagínese vivir en una sociedad en donde la vida de cada ciudadano pueda ser descrita por los Diez Mandamientos y 1 Corintios 13! Nadie mata ni odia, o miente, o roba. Nadie siquiera quiere lastimar a nadie. Todos se tratan con amor genuino, con confianza y respeto. No hay necesidad de cárceles, ni de policías en cada esquina. Nuestras esposas e hijas pueden caminar solas por las calles, a cualquier hora. Todos están perfectamente seguros y libres.

Por ello se le llama a la ley de Dios la real ley de libertad. Dios no nos pide nada que no sea para nuestro bien. ¡Piense en el precio que fue pagado para entregarnos, una vez más, nuestra libertad! Pero no puede haber libertad sin orden ni autodisciplina, sin amor y una plena confianza mutua.

El pecado es rechazar rebeldemente la ley de Dios. Pecado es odiar, mentir, robar, engañar. Pecado es la arrogante insistencia en que se haga todo como yo quiero. Pecado es la terca falta de disposición a escuchar las palabras sanadoras de nuestro Creador. Pecado es en esencia, un espíritu de rebeldía.

La única manera en que Dios podría admitir rebeldes en su reino sería convirtiendo el cielo en una prisión, manteniendo a los pecadores en confinamiento solitario, no vaya a ser que se lastimen y se destruyan entre si. Pero podemos confiar en Dios que él nunca dejará de lado la libertad. Mediante su Hijo él entregó su vida para mantener al universo libre. Él no está planeando convertirse en un carcelero. Le ha prometido a su pueblo un universo libre de pecado, un hogar en donde la seguridad y la paz no corren ningún riesgo. Podemos confiar en que él insistirá por siempre en la obediencia a la real ley de libertad. Eso no nos privará de nuestra libertad. Sino que garantiza nuestra libertad por la eternidad.

En su reino, Dios solamente puede admitir a aquellas personas a las que se les puede confiar todos los privilegios de la libertad. Es por eso que el plan de salvación ofrece más que solo el perdón. El cielo no será poblado con criminales perdonados, sino con santos transformados. Por eso Jesús le dijo a Nicodemo que necesitaba ser convertido, experimentar un cambio tal de corazón y vida que parecería como que si hubiese nacido de nuevo (ver Juan 3:1-10).

Jesús explicó que esta maravillosa experiencia de sanidad es la obra del Espíritu Santo, el Maestro del amor y de la verdad. Y Juan describe cómo podemos notar que la sanidad ha empezado: «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado» (BJ 1976). O más precisamente, de acuerdo al griego: «Ningún hijo de Dios sigue pecando» (BLS). La versión Dios Habla Hoy 1996 lo traduce así: «Ninguno que sea hijo de Dios practica el pecado». Como lo dice Juan en el versículo 6, según la traducción de Phillips al inglés, «El hombre que vive ‘en Cristo’ no hace del pecar un hábito».

El pecado es anarquía, una actitud rebelde. Mantenerse en estado habitual de rebeldía significa que uno todavía se resiste a la verdad, que todavía no hay disposición a confiar en Dios y permitirle que nos sane. Pero en la persona que ha nacido de nuevo, la fe ha tomado el lugar de la rebeldía, hay amor en vez de anarquía, existe el deseo de ser completamente sanado.

Juan continua explicando que podemos «conocer que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a nuestros hermanos». Al continuar en un estado habitual de anarquía, la persona demuestra que todavía resiste la verdad, que sigue resistiéndose a confiar en Dios. Pero en la persona que ha renacido, la fe ha reemplazado la rebelión, existe el amor en vez de la anarquía, se añora la completa sanidad.

Juan sigue explicando que  «sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos» (1 Juan 3:14). Uno de los primeros síntomas de la sanidad de la salvación es una nueva manera de ver y de amar al prójimo. Sin este amor, tenemos razones para cuestionar cuán genuina es nuestra conversión —a pesar de nuestra profesión de fe en Dios. «Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?» (1 Juan 4:20).

Mi madre solía citar este versículo cuando todos sus hijos vivíamos aún en casa. Puesto que yo era el mayor de los cuatro hermanos, me parecía que ella se dirigía especialmente a mí. La lógica siempre me pareció inevitable.

Este cambio es un crucial punto de retorno en la vida del creyente que Jesús dijo que debía celebrarse y confirmarse con una ceremonia apropiada. Instruyó a sus seguidores a que se bautizaran. De hecho, hizo del bautismo parte de su Gran Comisión para llevar el evangelio por todo el mundo (Mateo 28:19).

En Romanos 6:1-11 Pablo ofrece su comprensión de esta impresionante ceremonia. El bautismo, explica él, representa sepultar los viejos hábitos de pecado, el fin de la rebelde falta de fe, el reconocimiento de que la muerte del Hijo de Dios fue el costo de la eliminación del pecado. Entonces, tal como Cristo se levantó de la tumba y volvió al Padre, asimismo el cristiano sube de las aguas del bautismo a novedad de vida.

Los primeros cristianos simbolizaron esta experiencia al ser sumergidos en agua. A través de los años otros métodos han sido ampliamente adoptados como más convenientes. Es importante hacer mención de la nota de pie de página que aparece en la traducción católica Bover-Cantera de 1957. La nota es una explicación de la referencia de Pablo al bautismo en Romanos 6:3 y dice así: «La expresión BAUTIZADOS, al recibir la significación cristiana, no perdió su significación etimológica de sumergirse… La inmersión bautismal sugiere al Apóstol la idea de sepultura, la cual, completando la idea de muerte, sirve además, como en Cristo, de punto de partida para la resurrección». ¿Y qué hay del creyente que sin pensarlo cae en pecado, que en un momento de descuido muestra algunos de los viejos rasgos que tanto deploró en el momento de su bautismo? ¿Significaría eso que nunca se convirtió?

Juan dio respuesta a esta pregunta cuando le escribió a aquellos principiantes que luchaban con el pecado, «Hijitos míos, les escribo esto para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos un defensor ante Dios: Jesucristo, el Justo. Él sacrificó su vida para quitar nuestros pecados» (1 Juan 2:1-2, PDT).

Aún Moisés, el que habló con Dios cara a cara, perdió el control en un arranque de orgullo pecaminoso, a pocos pasos de la Tierra Prometida. Pero Moisés no era un rebelde sin fe, él fue uno de los mejores amigos que Dios ha tenido en este pecaminoso planeta. ¡Y cómo se arrepintió Moisés de lo que había hecho! Exactamente cuando Dios quería revelarse ante su quejumbroso pueblo como el que misericordiosamente proveía para todas sus necesidades —a pesar de sus malagradecidas quejas— Moisés, en su ira, representó equivocadamente a Dios como no perdonador y severo.

Y Dios le dijo a Moisés, «Porque me fuiste infiel entre los israelitas…y porque no honraste mi santidad entre los israelitas… no podrás entrar en la tierra que les voy a dar a los israelitas» (Deuteronomio 32: 51,52 PDT).

Dios no podía tomar a la ligera tan doloroso pecado. Representar equivocadamente la verdad acerca de Dios es el más dañino de los pecados. ¡Pero qué manera de consolar y honrar a su arrepentido amigo! Dios restituyó su confianza en Moisés y aún más que antes, mientras conversaban sobre los planes futuros. La Biblia dice que al final, Dios mismo sepultó a su viejo amigo (Deuteronomio 34:6), para pronto después llevarlo con Él al cielo (Judas 9). Años más tarde, cuando Jesús estuvo aquí en su solitaria misión, ¡Dios le pide a Moisés, su amigo de confianza, que baje a darle ánimo a su Hijo! (ver Mateo 17:1-8).

Este es el Dios que enfrentaremos en el juicio. A su lado está Aquel que fue tan misericordioso con Pedro, con María, con Simón  y hasta con Judas. A quien Juan se refiere diciendo que «tenemos ante el Padre un defensor» (1 Juan 2:1 DHH 1996). Pablo lo describe como intercediendo por nosotros (Romanos 8:34; ver también Hebreos 7:25 BAD).

Pero Jesús les dijo a sus discípulos que no había necesidad de rogarle al Padre para que fuera generoso con sus hijos. «Y no os digo que yo intercederé con mi Padre por vosotros… siendo cierto que el mismo Padre os ama» (Juan 16:26,27 Torres Amat). ¿Rogará entonces Jesús juntamente con el Espíritu Santo? Pablo presenta a la tercera persona de la Trinidad uniéndose al Padre y al Hijo para trabajar en nuestro favor: «Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene,  no lo sabemos,  pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles» (Romanos 8:26).

Las Buenas Nuevas son, que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, están de nuestro lado en el juicio. Porque de la misma manera en que están unidos entre sí, se unen a todos los creyentes leales para enfrentar las acusaciones de nuestro enemigo común  (ver Juan 17:20-23).

Y es que tenemos un enemigo en el juicio. Juan lo llama «el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche» (Apocalipsis 12:10). De la misma manera en que Satanás acusó a Dios ante el concilio celestial, así acusa al pueblo de Dios ahora. Este acusó a Job ante el concilio celestial (Job 1:8-11) y a Josué, el sumo sacerdote, delante de la presencia del Señor (Zacarías 3:1,2).

Satanás conoce todos los pecados que nos ha tentado a cometer, y puede presentarlos ante los ángeles como prueba de que no estamos en condiciones de ser salvos. Su argumento es que si él va a ser destruido, para hacer justicia, los pecadores deberían de perecer también.

¿Quién nos defendería ante semejante acusación?  Cuando Satanás acusó a Dios, forzosamente tenía que mentir. Cuando Satanás hace el recuento de nuestros pecados, él dice la verdad.

Pablo responde esta pregunta en su carta a Roma: «Si Dios está a favor de nosotros, ¿quién podrá ponerse en nuestra contra? Si Dios no se guardó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos dará también todo lo demás? ¿Quién se atreve a acusarnos a nosotros, a quienes Dios ha elegido para sí? Nadie, porque Dios mismo nos puso en la relación correcta con él. Entonces, ¿quién nos condenará? Nadie, porque Cristo Jesús murió por nosotros y resucitó por nosotros, y está sentado en el lugar de honor, a la derecha de Dios, e intercede por nosotros» (Romanos 8:31-34, NTV).

Dios declaró a Job como hombre «perfecto y recto», no por haber vivido una vida sin pecado, sino por su confianza y fe. Se le permitió a Satanás probar a Job hasta lo sumo, pero en fe pudo clamar, «He aquí, aunque él me mate, en él he de esperar» (Job 13:15 RV1989). Dios, frente al concilio del cielo, predijo que Job no lo defraudaría y Job honró la confianza que Dios puso en él.

Lo que Dios está buscando es fe. Si fuéramos juzgados, en base al registro de nuestras pecaminosas vidas, como Satanás insiste,  ni una sola persona en este planeta pasaría la prueba. Sin embargo, a Dios no le preocupa nuestro pasado pecaminoso, sino la clase de personas que somos ahora.

¿Hemos sido reconquistados a confiar otra vez en él? ¿Estamos dispuestos a  escuchar y aceptar su perdón? ¿Le tenemos la suficiente confianza como para permitirle que nos sane? ¿Le hemos dado la bienvenida al Espíritu Santo, como lo hizo David, para que pueda crear un nuevo corazón y un espíritu recto en nosotros? ¿Se nos puede confiar el privilegio de la libertad y de la vida eterna?

¿Ha desaparecido toda rebeldía de nuestras vidas para ser reemplazada con el amor? ¿Mientras recibimos más luz, le decimos que sí a la verdad? Porque todavía hay mucho que aprender acerca de nuestro Infinito Dios. Puede que nuestro conocimiento  teológico sean tan poco como el del ladrón en la cruz; pero si nuestro amor, admiración y confianza en Cristo son como los de este en el día de la crucifixión, no seremos un riesgo al ser admitidos en el reino (ver Lucas 23:29-43).  Como a María, nos resultará sumamente agradable sentarnos a los pies de Jesús y escucharle contarnos más acerca del Padre.

Las personas a quienes Cristo no puede defender en el juicio son aquellas cuyas vidas se describen todavía y con exactitud por el registro de su pecaminoso pasado. No ha habido un verdadero cambio. Prefieren la oscuridad a la luz, las mentiras de Satanás a la verdad. Han rechazado las Buenas Nuevas. Su rebeldía no ha sido curada.

Jesús le explicó a Nicodemo que el juicio no tiene nada de arbitrario. Todo depende de la manera en que cada persona escoja responder a la verdad. Dios anhela salvar a cada uno de sus hijos, pero la decisión de confiar en él es nuestra.

«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.  Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Juan 3:16-21 BJ 1976).

Más adelante, Jesús les explica con más detalle a sus discípulos, que la pregunta en el juicio es si escogimos o no confiar en Dios. «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado: y el que me ve, ve al que me ha enviado. Y he venido como luz al mundo, para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. Y si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene ya quien le juzgue; la palabra que Yo he hablado, ésa le juzgará en el último día» (Juan 12:44-48 Nacar-Colunga).

Al finalizar el juicio, Dios, lleno de dolor, se dará la vuelta al alejarse de aquellos que siguen rechazándole al considerarle indigno de confianza. Al preferir permanecer en la oscuridad, perdieron su capacidad de ver. De nada servirían más revelaciones, más persuasión, más disciplina. Esto es lo que significa la advertencia que se encuentra en Hebreos 10: 26, 27 «Porque si después de haber conocido la verdad continuamos pecando intencionadamente… Sólo queda la temible espera del juicio y del fuego ardiente que está presto a devorar a los rebeldes» (BLPH). Sobre aquellos que han confirmado de manera tal su rebeldía, el Padre clama como lo hizo en los días de Oseas, «Israel es obstinado como una vaquilla terca… Dejen a Israel solo porque está casado con la idolatría» (Oseas 4:16,17 NTV).

Si esta fuera una decisión arbitraria y legalista, los pecadores perdidos podrían tener la esperanza de «hacer un trato» con Dios, de «negociar» con el Señor. Jesús predijo que algunos se levantarán en la resurrección de los impíos para descubrir conmocionados que no están entre los salvos. Le ruegan al Señor, «Señor, Señor, ábrenos la puerta. ¿No profetizamos en tu nombre y echamos fuera demonios en tu nombre e hicimos tantas obras poderosas en tu nombre? Piensa en todo el diezmo que hemos pagado, en todas las ofrendas que hemos dado —¡suficiente como para comprar varias entradas al reino!»

Pero el Señor tristemente les responde, «Sé lo que han hecho. Pero lo hicieron por la razón equivocada. Ustedes me sirvieron solamente porque me tenían miedo, pensando que soy arbitrario, no perdonador y severo. ¡Márchense! Yo nunca los conocí. Nunca fuimos amigos de verdad» (ver Mateo 7:21-23; 25:11, 12). Y amistad genuina es la cualidad esencial que Dios desea en nuestra relación con él.

Hace más de dos mil quinientos años que al profeta Daniel se le dio una visión del juicio en el cielo, y él escribió esta vívida descripción:

            «Mientras yo contemplaba:

                        Se aderezaron unos tronos

                                     y un Anciano se sentó.

                        Su vestidura, blanca como la nieve;

                                    los cabellos de su cabeza, puros como la lana.

                        Su trono, llamas de fuego,

                                    con ruedas de fuego ardiente.

                         Un río de fuego corría

                                     y manaba delante de él.

                        Miles de millares le servían,

                                    miríadas de miríadas estaban

                                                en pie delante de él.

                        El tribunal se sentó,

                                     y se abrieron los libros.

             Yo seguía contemplando en las visiones de la noche:

                        Y he aquí que en las nubes del cielo

                                     venía como un Hijo de hombre.

                         Se dirigió hacia el

                                    y fue llevado a su presencia.

                         A él se le dio imperio,

                                    honor y reino,

                         y todos los pueblos, naciones y lenguas

                                     le sirvieron.

                        Su imperio es un imperio eterno,

                                    que nunca pasará,

                         y su reino no será destruido jamás».

 

                                                            -Daniel 7:9, 10, 13, 14 (BJ 1976).

Esta asombrosa descripción nos llenaría de terror si no conociéramos las Buenas Nuevas. Jesús está allí, su forma humana les recuerda a los observadores lo que ha hecho para silenciar las acusaciones de Satanás y para ganarnos a nosotros los pecadores, de nuevo a la confianza. Y mientras observamos al Padre allí, sentado en su tremenda majestad, llegan a nuestros oídos las maravillosas palabras de nuestro Señor: “«Si me han visto a mí, han visto al Padre. No es necesario que yo le ruegue al él por ustedes, porque el Padre les ama así como yo los amo».

Podemos confiar en Dios que es nuestro amigo en el juicio. Como nuestro Padre, él es celoso de nuestra reputación. No tenemos por qué temer de los registros que contienen nuestros pecados. Con mucho gusto hace caso omiso de ellos al considerarlos intrascendentes y desactualizados. Todo lo que pide de nosotros es fe -que le amemos y que confiemos en él lo suficiente como para permitirle que nos perdone, nos sane y nos dé vida eterna.

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