ADORANDO A DIOS SIN TEMOR

«Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas».

Este es el llamado del primero de los tres ángeles de Apocalipsis 14 (ver los versículos 6-12).  Que es descrito como viéndolo «volar por en medio del cielo» y que «tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo».

Este evangelio no es más que las Buenas Nuevas eternas de que Dios no es el tipo de persona que Satanás ha dicho que es —arbitrario, no perdonador y severo.  Él es, por el contrario, el bondadoso Padre Celestial que Jesús vino a mostrar. Aunque de una majestad y poder asombrosos, él es infinitamente misericordioso con su pueblo, especialmente con sus hijos rebeldes en esta tierra.

¿Cómo es posible que el ángel que trae semejantes buenas noticias hable también de temor y de juicio? ¿Nos invitaría nuestro amante Padre a que lo adoremos con temor?

Juan enseñó que cuando un hombre llega a conocer y a aceptar la verdad acerca de Dios, ya no tiene más temor. ¡Hasta espera que llegue el día del juicio sin ningún temor! He aquí unas pocas declaraciones tomadas de la descripción de Juan de lo que esta verdad y la luz pueden lograr en quien escoge creer:

«¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre,  que se nos llame hijos de Dios!  ¡Y lo somos!» (1 Juan 3:1, NVI).

«Todo el que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. Dios mostró su amor hacia nosotros al enviar a su Hijo único al mundo para que tengamos vida por él» (1 Juan 4:7-9, DHH 1996).

«Dios es amor, y el que vive en el amor, vive en Dios y Dios en él. De esta manera se hace realidad el amor en nosotros, para que en el día del juicio tengamos confianza; porque nosotros somos en este mundo tal como es Jesucristo. Donde hay amor no hay miedo. Al contrario, el amor perfecto echa fuera el miedo, pues el miedo supone el castigo. Por eso, si alguien tiene miedo, es que no ha llegado a amar perfectamente»

(1 Juan 4:16-18, DHH 1996).

¿Entonces por qué el primer ángel hace un llamado a temer a Dios?

En muchas ocasiones en la Biblia la palabra «temor» no significa «terror», sino más bien «reverencia» o «respeto». Generalmente es el contexto del pasaje el que indica el significado apropiado.

En el Salmo 23, David canta acerca de su liberación del temor ahora que el Señor es su Pastor. «Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo» (Salmo 23:4). Aquí David está aparentemente empleando el verbo «temor» con la intención de «miedo» o «angustia».  La versión Traducción en Lenguaje Actual 2004 traduce este famoso versículo  «Puedo cruzar lugares peligrosos y no tener miedo de nada, porque tú eres mi pastor y siempre estás a mi lado».

La misma palabra que fue traducida como «miedo» se usa en el Salmo 128. «Bienaventurado todo aquel que teme a Jehová, que anda en sus caminos. Cuando comieres el trabajo de tus manos, bienaventurado serás, y te irá bien» (versículos 1-2). Es claro que aquí se le da el significado de «reverencia» porque ¡difícilmente diríamos que las personas atemorizadas son felices!  La versión Dios Habla Hoy 1996 interpreta el mismo pasaje de esta manera: «Feliz tú, que honras al Señor».

Es en este mismo sentido que Salomón enseñaba que «El temor de Jehová es el principio de la sabiduría» (Proverbios 9:10). Es decir «La sabiduría comienza con el respeto al Señor» (versión PDT).

El Señor tiene mucho que enseñarnos. Pero a menos que estemos dispuestos a estar ante su presencia en silencio y con reverencia, no podremos escucharlo. No hay maestra que no sepa que sin respeto y orden en el aula, se aprende muy poco.

Bien pronto en el registro bíblico, Dios bajó al Monte Sinaí para hablar con su pueblo. Todo el monte tembló ante la presencia del Señor.  Hubo truenos y relámpagos, fuego y humo, y el sonido fortísimo de una trompeta. Y  Dios le dijo a Moisés, «Guardaos de subir al monte, ni os acerquéis alrededor de él. Todo el que se llegare al monte, morirá sin remisión. No le ha de tocar mano de hombre alguno, sino que ha de morir apedreado o asaetado; ya fuere bestia, ya hombre, perderá la vida… los sacerdotes y el pueblo no traspasen los límites, ni suban hacia donde está el Señor, no sea que les quite la vida» (ver Éxodo 19:10-25, Torres Amat).

El pueblo estaba aterrorizado, «temblaban de miedo y se mantenían a distancia. Así que le suplicaron a Moisés: ‘Háblanos tú,  y te escucharemos.  Si Dios nos habla,  seguramente moriremos’» (Éxodo 20:18,19 NVI).

Pero Moisés les aseguró que no era necesario temer. Moisés conocía la verdad acerca de Dios. Aunque siempre se acercaba a Dios con la más profunda admiración y reverencia, él no tenía temor. El pueblo solía ponerse a la entrada de sus tiendas para ver a Moisés entrar en el Tabernáculo para encontrarse con Dios. Y allí el Señor hablaba con Moisés, «cara a cara,  como quien habla con un amigo» (Éxodo 33:11, NVI).

Imaginen con cuanto valor, y a la vez, cuán reverentemente Moisés respondió a la oferta de Dios de abandonar a Israel y a cambio hacer de él una gran nación (ver Números 14:11-19).

El pueblo venía rezongando y quejándose todo el camino, desde Egipto hasta el Sinaí, olvidando su milagrosa liberación en el Mar Rojo y la generosa provisión divina de agua y alimento. ¿Cómo podría captar Dios la atención un pueblo tal, y mantenerla lo suficiente para poder revelarles más de la verdad acerca de sí mismo?

¿Debería hablarles suavemente con un «suave murmullo», como le hablaría años más adelante a Elías en la entrada de la cueva (ver 1 Reyes 19:12, NVI)? ¿Debería sentarse y llorar sobre Israel, como lo haría siglos más tarde, sentado en otro monte llorando por su pueblo en Jerusalén? (ver Lucas 19:41-44; 13:34).

Solamente un despliegue espectacular de su majestad y poder podría imponer reverencia en aquella inquieta multitud en el desierto.  Pero ¡qué riesgo el que Dios correría al hacerlo, de ser malinterpretado como una temible deidad, tal como Satanás había dicho que era! ¿No sería esto entregarse justo en las manos de su enemigo en el gran conflicto?

Pero, o corría el riesgo o perdía contacto con su pueblo. Y el Señor no está dispuesto a dejar perecer a su pueblo, sin aviso y sin advertencia. Él está dispuesto a correr el riesgo de ser temporalmente temido, hasta de ser odiado, que a perder contacto con sus hijos.

Los padres y los maestros deberían poder comprender bien ese riesgo. Imagine que usted es una maestra de párvulos, conocida por todos por su capacidad de hacerse respetar y por su serenidad. En todos sus años de enseñanza nunca tuvo que levantar la voz frente a sus estudiantes. Pero hoy el director de la escuela con urgencia le informa que el edificio se está incendiando y que tiene que dirigir a sus niños a salir del aula con toda rapidez.

Usted se dirige a sus alumnos y sin levantar la voz anuncia a la clase que el edificio está en llamas. Pero hay mucho ruido en el aula, puesto que los niños vienen alborozados de su receso. Nadie ha notado que usted está de pie frente del salón. Motivada por el amor a sus alumnos, ¿estaría usted dispuesta a gritarles? Y si no logra llamar su atención, ¿se atrevería a subirse al escritorio y hasta a lanzarles uno o dos borradores? Finalmente los niños notarían tan extraordinaria actitud, su gentil maestra está aparentemente enojada por primera vez. Gritando y gesticulando ¡como nunca antes la habían visto! Todos volverían a sus pupitres, quizás atemorizados por lo que observan.

«Niños», quizás usted les diría, «por favor cuando vayan a casa no le digan a sus padres que yo estaba enojada con ustedes». «Solamente estaba intentando que me prestaran atención». «Niños, el edificio está en llamas y no quiero que nadie resulte lastimado. Así que, rápido, hagan una fila y salgan por aquella puerta».

¿De qué manera se demuestra más amor? ¿Rehusándose a levantar la voz para que los niños no se atemoricen o correr el riesgo de infundirles miedo y ser malentendida con tal de salvar a los niños bajo su cuidado?

La Biblia es un registro de los riesgos a ser malinterpretado que Dios ha estado dispuesto a correr. De cuán lejos ha estado dispuesto ha llegar para mantenerse en contacto con su pueblo. De inclinarse para ponerse a su nivel, de utilizar un lenguaje que ellos pudieran respetar y comprender.

Él corre el mismo riesgo cada vez que disciplina a su pueblo. «Porque el Señor al que ama castiga» (Hebreos 12:6 RV 1865).  Varias versiones sugieren la idea de castigo. Pero, en griego, esta palabra no se limita solo a esto. También significa «educar», «entrenar», «corregir», «disciplinar», mismas en las que pudiera ser necesario, el castigo ocasional, pero siempre con el propósito de instruir.

Esta es la explicación del amoroso propósito de la disciplina de Dios que Salomón incluyó en su colección de proverbios:

«No rechaces, hijo mío, la corrección del Señor,

ni te disgustes por sus reprensiones;

porque el Señor corrige a quien él ama,

como un padre corrige a su hijo favorito».

Proverbios 3:11,12 (DHH 1996).

Hebreos 12:5-11 cita este proverbio del Antiguo Testamento y luego exhorta a los hijos de Dios a no pasar por alto su significado tan alentador:

«Y han olvidado ya lo que Dios les aconseja como a hijos suyos. Dice en la Escritura:

‘No desprecies, hijo mío, la corrección del Señor,

ni te desanimes cuando te reprenda.

Porque el Señor corrige a quien él ama,

y castiga a aquel a quien recibe como hijo’.

Ustedes están sufriendo para su corrección: Dios los trata como a hijos. ¿Acaso hay algún hijo a quien su padre no corrija?

Pero si Dios no los corrige a ustedes como corrige a todos sus hijos, entonces ustedes no son hijos legítimos.

Además, cuando éramos niños, nuestros padres aquí en la tierra nos corregían, y los respetábamos. ¿Por qué no hemos de someternos, con mayor razón, a nuestro Padre celestial, para obtener la vida?

Nuestros padres aquí en la tierra nos corregían durante esta corta vida, según lo que les parecía más conveniente; pero Dios nos corrige para nuestro verdadero provecho, para hacernos santos como él.

Ciertamente, ningún castigo es agradable en el momento de recibirlo, sino que duele; pero si uno aprende la lección, el resultado es una vida de paz y rectitud».

Ahora me doy cuenta, del riesgo de ser malinterpretados que corrieron mis padres, cada vez que aplicaban la tan necesitada disciplina. El lugar acostumbrado para la administración del castigo estaba en el pasillo de entrada de nuestra casa de dos pisos en Inglaterra. Contra la pared había un mueble alto con un espejo, ganchos para colgar sombreros y paraguas y un cajón en medio para guantes. En ese cajón había dos correas de cuero. En mi imaginación todavía puedo oír el sonido de la manija del cajón y el ruido de las correas mientras mi madre seleccionaba una. Entonces, ambos procedíamos hacia las escaleras.

Luego de que mi madre se hubiese sentado y que el culpable asumiera la postura apropiada, era su costumbre discutir la naturaleza y la gravedad de la ofensa cometida, todo al rítmico vaivén de la correa. Mientras más grave la ofensa, ¡más tiempo le tomaba a mamá discutirla!

No puedo recordar, que estando en aquella dolorosa posición, hubiera alguna vez pensado, «¡Cuán bondadosa y amorosa es mi madre por disciplinarme de este modo! ¡Cuán misericordiosa es que hasta corre el riesgo de ser malinterpretada o tal vez hasta de lograr que yo la odie y que la obedezca por miedo!» Al contrario, me parece recordar sentimientos muy diferentes en esos momentos.

Pero cuando todo había terminado, teníamos que sentarnos en el primer escalón y reflexionar en la experiencia por un rato. Y antes de poder salir corriendo a jugar otra vez, siempre teníamos que ir a buscar a mamá en donde estuviera y allí habían abrazos y besos, y la certeza de que de allí en adelante las cosas serían mejores.

A veces el arrepentimiento tomaba algún tiempo en llegar. Puedo recordar que me subía a un escalón más alto para poder ver, a través de la ventana de cristal teñido, las flores alrededor del césped. Era difícil permanecer enojado por mucho tiempo o sentir miedo, porque parecía que mi madre nunca había estado enojada. Nosotros sabíamos que no había nada que ella no estuviera dispuesta a hacer por sus hijos y que nunca se cansaba de escuchar lo que tuviéramos que decirle. Parecía tan orgullosa de nuestros éxitos y era tan comprensiva ante nuestros fracasos.

Poco después de que mamá muriera, después de treinta y nueve años, visité una vez más aquel primer escalón. La ventana de cristal teñido seguía donde siempre, pero las escaleras me parecieron un poco más bajas esta vez, cuando me senté allí. Por algún motivo, no pude recordar ni el dolor ni la vergüenza en lo absoluto.  Pero espero que yo nunca olvide el significado de esas sesiones con mi madre en aquel primer escalón. Ella nos había ayudado a entender una verdad esencial acerca de Dios. Y no que la hayamos entendido enseguida, pero mi madre estaba dispuesta a esperar. Y si hubiéramos crecido temiéndola y odiándola por aquellos momentos de disciplina y castigo, le habría partido el corazón. Pero éramos tan importantes para ella que estuvo dispuesta a correr el riesgo.

El mensaje de las Escrituras es que podemos confiar en que Dios se preocupaba tanto por su pueblo que estuvo dispuesto a correr el mismo riesgo. Es verdad que si insistimos en tomar nuestro propio camino, Dios finalmente nos dejará ir. Pero Dios no nos abandona tan fácilmente. Nos persuade, nos amonesta, nos disciplina. Preferiría hablarnos con voz apacible, como finalmente pudo hablarle a Elías. Pero si no podemos oír la voz apacible y delicada, nos hablará por el terremoto, el vendaval y el fuego.

Algunas veces, en momentos muy críticos, ha sido necesario para Dios el uso de medidas extremas para lograr nuestra atención y respeto. En tales ocasiones nuestra renuente reverencia ha venido mayormente como resultado del temor. Pero de esta manera Dios ha conseguido otra oportunidad para hablar, de advertirnos otra vez antes de que estemos irremediablemente fuera de alcance, y ganar a algunos otra vez a confiar en él, y a descubrir que en realidad no hay por qué tener miedo.

Jesús dijo que quiere que todos seamos sus amigos (Juan 15:14, 15). ¿Podría ser este también el deseo del Padre? ¿Nos mira el Padre con el mismo cariño y hasta con la deferencia de no solo ser sus hijos, sino sus amigos?

Un día Felipe le preguntó acerca de eso a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre; con eso nos conformamos.

Jesús le contestó: —Llevo tanto tiempo viviendo con ustedes, ¿y aún no me conocen, Felipe?» (Juan 14: 8,9 BLPH).

Pero los discípulos no estaban preguntando acerca de Jesús. Ellos le amaban. Recibieron bien su invitación de ser sus amigos. Se sentían sorprendentemente cómodos ante la presencia de Aquel a quien adoraban como el Hijo de Dios.

Lo que querían saber era la verdad acerca del Dios que había tronado en el Monte Sinaí, el que ahogó al mundo con el Diluvio, el que destruyó a Sodoma y Gomorra, el que consumió a Nadab y Abiú y que abrió la tierra para tragar a Coré, Datán y Abiram, el que ordenó que se apedreara a Acán y que hizo llover fuego del cielo en el Monte Carmelo.

«Jesús ¿es posible que el Padre sea como tú?»

Y el Señor contestó, «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre? ¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí?»

(v. 9,10 BLPH).

El Padre es tan misericordioso y amante como el Hijo. Es tan comprensivo y dispuesto a perdonar. Por eso es que Jesús les pudo decir a sus discípulos que cuando él volviera al cielo no sería necesario que él le rogara al Padre para que hiciera cosas buenas por ellos. «Y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama» (Juan 16: 26,27).

«Y en cuanto a esas historias desconcertantes de disciplina y muerte», Jesús pudo haber proseguido, «no deben interpretarlas como que el Padre es menos misericordioso que yo. Fui yo quien condujo a Israel por el desierto. Las instrucciones dadas a Moisés fueron mías».

Pablo comprendió eso cuando al escribir empleó el conocido símbolo bíblico de la roca, «todos… bebían de la roca sobrenatural que los seguía, y la roca era el Cristo»

(1 Corintios 10:4 BSA 1975).

Para algunos es difícil adorar a Dios tanto como creador infinito y como gentil amigo. Cuando ya no hay temor, cuando ya no hay despliegue de majestad y poder pareciera que la reverencia desaparece.

Mientras que Jesús alimentaba milagrosamente a las multitudes, sanaba a los enfermos y resucitaba muertos, el pueblo estaba listo para adorarlo y coronarlo rey. Pero cuando respondía con gentileza a sus enemigos, cuando trataba con gran paciencia y respeto a los pecadores, cuando explicaba que su reino no se establecería por la fuerza, cuando en el Calvario se sometió humildemente al abuso la mayor parte de sus seguidores o le abandonaron o se mofaron cuando declaró ser el Hijo de Dios.

Judas fue uno de aquellos que confundió la gentileza por debilidad. Cuando Jesús se arrodilló para lavar los pies de sus discípulos, Judas lo despreció por su humildad. El dios que Judas podía respetar jamás se degradaría de esta forma.

¿Qué le inspira a usted a una mayor reverencia y adoración: la aterrorizante manifestación del poder de Dios en el Monte Sinaí o la escena del gran Creador llorando en silencio en el Monte de los Olivos?

¿Qué le conmueve más: el fuego del Monte Carmelo o la voz apacible y delicada en la entrada de la cueva?

Quizás usted todavía necesite los terrores del Sinaí, el vendaval, el terremoto y el fuego. Si es así, Dios podría dárselos. Porque él se preocupa tanto por nosotros como para encontrarnos en donde estemos y para hablarnos en las maneras que podamos entender.

Pero si dejando el Sinaí hemos avanzado hasta el Monte de los Olivos y nada nos conmueve más que la belleza y la silenciosa autoridad de la verdad; si la historia del Sinaí y la del Monte de los Olivos nos han llevado a ver a Dios tanto como rey majestuoso y como amigo misericordioso, entonces habremos aprendido cómo adorar a Dios con  reverencia, pero sin temor.

Si hemos permitido que Dios se revele a sí mismo a través de toda la diversidad de historias y enseñanzas de las Escrituras. Si hemos aprendido a ver la Biblia como a un todo y si hemos podido relacionar todas sus partes con el tema central —las eternas Buenas Nuevas acerca de un Dios misericordioso y confiable— entonces estamos listos para leer algunas de las palabras más espantosas en todos los sesenta y seis libros, el mensaje del tercer ángel de Apocalipsis 14:

«Y siguió otro ángel, un tercero, diciendo a gran voz: ‘¡Si alguno adora a la bestia y a su imagen, y recibe su marca en la frente o en la mano, él también beberá del vino del furor de Dios que ha sido vertido puro en la copa de su ira, y será atormentado con fuego y azufre delante de los santos ángeles y delante del Cordero! El humo del tormento de ellos sube para siempre jamás. Y no tienen descanso ni de día ni de noche los que adoran a la bestia y a su imagen, ni cualquiera que recibe la marca de su nombre’» (versículos 9-11 RVA 1989).

Seguro que dios detesta el tener que hablarnos de esta manera. Pero Jesús se une al Padre para enviarnos este mensaje (ver Apocalipsis 1:1; 22:16). El que dijo «Bienaventurados los mansos» tuvo que haber tenido una razón apremiante como para advertirnos con tan aterradoras palabras.

La Biblia nos ha preparado para entender los términos simbólicos. La bestia y su imagen ya se han mencionado como representando a los enemigos de Dios en el gran conflicto y la marca como el distintivo de lealtad a Satanás (ver Apocalipsis 13). El fuego que dura «para siempre» ya se ha comparado como el incendio de un campo de estopa (Malaquías 4:1); es como el «fuego eterno» que consumió completamente a Sodoma y Gomorra muchos siglos atrás (Judas 7). Y como para evitar que las advertencias aterradoras del tercer ángel nos llevaran a dudar de los misericordiosos propósitos de Dios, nos manda al primer y al segundo ángel que tienen mensajes que nos preparan para el tercero.

El primer ángel nos recuerda la verdad eterna. Hace un llamado a todos los seres humanos, en todas partes, a decidirse respecto de Dios. ¿Nos parece que el peso de la evidencia es suficiente fundamento para nuestra fe? ¿Podemos adorar y confiar en Aquel que creó el vasto universo?

El segundo ángel nos recuerda la falsedad y el engaño de los enemigos de Dios.  Todo sistema basado en las mentiras de Satanás es caído en corrupción y derrota.

Entonces el tercer ángel hace una advertencia de las consecuencias. No es la voluntad de Dios que nadie perezca. ¡Nada está más claro en todas las Escrituras! Pero si preferimos las mentiras de Satanás a la verdad, si persistimos en rechazar cada uno de los esfuerzos de Dios por salvar y sanar, no hay nada más que él pueda hacer sino entregarnos a las terribles consecuencias de nuestra propia elección rebelde. Esto es lo que significa, al final, experimentar la ira de Dios sin mezcla de misericordia. Y si no estamos sanados y listos para vivir una vez más en su presencia, la vivificante gloria de Aquel que es amor consumirá todo lo que esté fuera de armonía, cuando él venga.

Dios haría cualquier cosa para librarnos de esta destrucción final. ¡Piense en lo que ya hizo! Pero, ¿qué podrá hacer con aquellos que no fueron conmovidos por los persuasivos llamados de la voz apacible y delicada? ¿Qué podrá hacer con aquellos que no fueron avivados por los mensajes de los profetas a través de los años —ni siquiera por la triste historia de Oseas? ¿Cómo podrá despertar a los que sordamente no escucharon ni los truenos en el Sinaí? ¿Cómo puede alcanzar a aquellos que ni lo que ocurrió en el Calvario los conmueve o que no ven la advertencia en la naturaleza de la muerte de Cristo de cuán terrible es la consecuencia final del pecado?

Nuestro Padre celestial está por ser testigo de la pérdida de un vasto número de sus hijos. Por última vez levanta la voz. Él —el misericordioso, el que preferiría hablarnos con gentileza de la verdad— levanta la voz en un último y terrible llamado: «Si estás adherido a abandonarme, ¡tengo que dejarte ir! ¡Pero cuando te abandone, serás destruido!»

El diablo quiere que malinterpretemos este mensaje como las palabras de un Dios airado, que difícilmente puede ser amado. Pero esta terrible advertencia solamente confirma las eternas Buenas Nuevas. Usted puede estar seguro que el Dios que adoramos envía estos tres mensajes finales al mundo. En estos días finales, no dejaría Dios a sus hijos sin luz y sin advertencias.

Y detrás de las palabras espantosas del mensaje del tercer ángel se encuentra el Dios de Oseas, clamando: «¿Por qué has de morir? ¿Cómo podré dejarte? ¿Cómo podré abandonarte?»

A un Dios así, lo podemos adorar sin temor.

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